A la orilla

Las piedras redondeadas por el paso del agua, las nubes blancas que escasean y el sol radiante que no lo deja levantar mirada.
Albert, mira su infantil reflejo en agua que no se detine, voltea a la derecha y sigue apilando las piedras sin puntas que se encuentra.
Ese camino a la orilla del río no era muy transitado, generalmente, uno o dos caminantes pasaban cada semana, ya que al norte, había una posada, así que los caminantes, que generalmente se dirigían pueblo cercano, se desviaban para descanzar en la posada.
El señor que atiende en la posada una vez fue de esos caminantes, pero se enamoró de la hija del dueño de la posada, la primera noche que se quedó. Decidió detenerse ahí y quedarse al lado de la joven. Veinte años han pasado y siguen juntos, pero no han podido tener hijos, por loque aprecian mucho a Albert, que en ocasiones llega a visitarlos.
No pasan cosas interesantes en aquel pueblo. Una vez pasó la caravana de un circo que se detuvo un par de meses en el pueblo del norte. Otra vez, Albert vió un caballero andante pasar en su caballo por aquel camino a la orilla del río. Desde aquel día, Albert juega con su espada de madera cuando a fuera llueve.
Un sonido ajeno al de las piedras sobre las demás distrajo a Albert, quién sabía de qué se trataba, ese galope lo había escuchado antes. Era el caballo blanco que había visto aquel día, y sobre él venía el caballero andante. Por el sol, sólo se ve hasta el pecho del caballero, y mientras se
acerca, la silueta de su cabeza.
El caballero se da cuenta de que Albert lo mira. Se descuelga la cruz que trea en su cuello y se la da a Albert. El niño mira la cruz con emoción.
-¡Gracias!- grita a la silueta que se corta contra el sol de la tarde y se aleja.